Brasil al balotaje

El pasado 2 de octubre se celebraron elecciones presidenciales en Brasil. Por su repercusión nacional e internacional, fue una de las elecciones más importantes en una de las principales economías del mundo, con una influencia decisiva en la región y fuera de ella.

El candidato presidencial de la izquierda y el progresismo, Luiz Inácio Lula da Silva, se impuso en la primera vuelta con el 48,43%, con más de 57 millones de votos, insuficientes para superar el umbral del 50% necesario para ganar la presidencia sin segunda vuelta.

A pesar de la lectura interesada que hicieron algunos medios, no se trató de una victoria ajustada, ya que Lula recibió más de 6 millones de votos más que el presidente en funciones de extrema derecha Jair Bolsonaro, que quedó en segundo lugar con el 43,20%, con más de 51 millones de votos.

El 30 de octubre se celebrará la segunda vuelta y la participación podría ser inferior a los más de 118 millones de votantes de la primera ronda, sobre un patrón electoral de 156 millones de personas con derecho a voto, incrementando la abstención.

Las elecciones presidenciales se celebraron en paralelo a las legislativas federales, para la renovación de los gobernadores de los 26 estados y del distrito federal; de todos los miembros de la Cámara de Representantes (513 escaños) y de un tercio del Senado (27 de los 81 senadores). Muchos de ellos, al no haber ganado en la primera vuelta con mayoría simple, irán al balotaje.

Aunque el sistema político de Brasil sea presidencialista, el peso del parlamento sigue siendo fundamental para gobernar. Entre los estados que llevan el mayor número de diputados al Congreso se encuentra en primer lugar el estratégico estado de São Paulo, capital económica del país, con 46 millones de habitantes que equivalen al 22,16% del electorado (70 diputados). Les siguen Minas Gerais, con el 10,41% del electorado (50 diputados), y Río de Janeiro, estado del que viene Bolsonaro, con el 8,2% del electorado (46 diputados).

El voto nos entrega un país dividido por la mitad, no sólo geográficamente: un norte y un noreste que se inclinan hacia la izquierda de Lula y un sur y un sureste que dan su voto a la extrema derecha de Jair Bolsonaro. En la primera vuelta, las fuerzas de la coalición de Lula ganaron en 14 estados y Bolsonaro y la derecha en 12 más Brasilia, el distrito federal. Un balance que se tendrá que actualizar tras la segunda vuelta.

Mientras que el resultado en los estados fue sustancialmente lo esperado, por el contrario las encuestas parecerían haber subestimado la fuerza del Bolsonarismo y su arraigo en el país. O no han tenido en cuenta la variable desconfianza de su base electoral hacia todo lo que huela a medios de comunicación. Muy a pesar de la desastrosa gestión de estos cuatro años, Bolsonaro obtuvo votos similares en las primeras rondas de 2018 y 2022 (46% frente al 43%).

Una de las explicaciones de su resultado podría ser el aumento en función electoral de Auxilio Brasil (un programa de ayuda económica para personas de bajos ingresos) en los últimos meses, que afecta a una parte importante del electorado. Esto podría ir acompañado del buen comportamiento de la economía en las últimas semanas, así como de la erosión de consenso que ha sufrido el PT por algunos escándalos de corrupción del pasado.

Pero no hay duda de que el bolsonarismo pretende ganar a toda costa y conserva una importante fuerza en gran parte del electorado brasileño. Tratemos de comprender algunas de las razones.

Un paso atrás

Estas elecciones fueron precedidas durante la última década por una serie de acontecimientos entrelazados, en una secuencia que vale la pena repasar. Primero, la revuelta de 2013, expresión también del fuerte malestar hacia todo el sistema político, capitalizado por la derecha contra el gobierno de Dilma Roussef (PT). Inmediatamente después, en 2014, se celebraron elecciones en las que el candidato del establishment, Aécio Neves, del PSDB, quedó a poca distancia de Dilma, posteriormente reelegida sin que Neves reconociera su derrota. Tras el giro ortodoxo de la política económica de la presidenta Rousseff, en 2016 triunfó el golpe institucional con su destitución, que instaló a su vicepresidente Michel Temer, uno de los artífices del golpe. Irónicamente, Temer está hoy en la cárcel acusado de corrupción.

Inmediatamente después comenzó el ataque mediático y, sobre todo, judicial, con el que Lula fue puesto en la cárcel durante 580 días por cargos falsos. Gracias a la exclusión forzada del ex presidente, la derecha llevó al gobierno a un sector reaccionario con Jair Bolsonaro. Un caso para el manual de “lawfare”, es decir la “guerra judicial” para deshacerse de los adversarios políticos, muy de moda en América Latina y fuera de ella.

Todos estos acontecimientos marcaron momentos críticos en la historia reciente del país, convirtiendo estas elecciones en las más importantes desde las primeras elecciones democráticas de la transición de 1989. Un verdadero parteaguas para la política brasileña.

Las tres B (Biblia, Bueyes y Balas)

El bloque social de la derecha es amplio y diverso.

El vicepresidente de la fórmula presidencial de Bolsonaro es el general Walter Souza Braga Netto, a la cabeza de un sector de extrema derecha con una no despreciable capilaridad social y una base organizada y movilizada, con una abierta hostilidad reaccionaria a los acuerdos de la transición democrática y a la Constitución pos-dictadura de 1988. Una característica que la diferencia de la “derecha democrática”, que disputó el gobierno hasta 2018. El general es la punta del iceberg de una presencia masiva y engorrosa de los militares en el gobierno.

La base política principal de esta alianza se encuentra en las llamadas “tres B”, es decir, Biblia, Bueyes y Balas, expresión de los poderes facticos, con gran capacidad de financiación, que buscan imponer su agenda reaccionaria.

El grupo de la Biblia es una alianza que cuenta con el respaldo de los principales mercaderes pentecostales de la fe religiosa del país. Su figura más conocida es el multimillonario Edir Macedo, propietario de la Iglesia Universal del Reino de Dios, con más de 5.000 templos en el país, muchos de ellos en zonas populares donde la izquierda hace tiempo que no aparece. Muy atento a la comunicación de masas, Macedo es también el propietario del grupo mediático Record, el segundo mayor del país después de la todopoderosa TVGlobo, con la que compite en los índices de audiencia. Este sector tiene su propio partido, llamado Partido Republicano Brasileño, nacido de una escisión del Partido Liberal (con el que Bolsonaro ganó las elecciones en 2018), a la vanguardia en su oposición abiertamente reaccionaria a los acuerdos de la transición democrática y a la Constitución pos-dictadura de 1988.

En el gigante Brasil, no podía faltar el grupo de Bueyes, es decir, el sector del agro-negocio y del latifundio sin límites, en uno de los países con mayor concentración de la propiedad de la tierra en el mundo. Según el último censo agrario de 2017, alrededor del 1% de los latifundistas controlan casi el 50% de la superficie rural. En este contexto, la expansión de la frontera del agro-negocio es uno de los principales objetivos del capital, en detrimento del medio ambiente y en particular de la selva amazónica. Según el último informe del Instituto Nacional de Investigaciones Espaciales [1] (Inpe), en los primeros seis meses del año la pérdida de la Amazonia brasileña batió un nuevo récord con la deforestación de 3.987 kilómetros cuadrados de bosque. La superficie destruida es un 80% mayor que en el mismo periodo de 2018.

Por último, el grupo de las Balas, formado por diputados apoyados por la industria armamentística, la asociación de tiradores y la asociación de policías civiles y militares. Entre los principales financiadores aparece la empresa Taurus Armas S.A., con sede en la ciudad de São Leopoldo, en el estado de Rio Grande do Sul. Gracias a la bancada parlamentaria de las Balas, la industria armamentística ha vivido su mejor momento bajo el gobierno de Bolsonaro, y el número de licencias de armas ha pasado de 117.000 a cerca de 700.000, casi el doble del número de policías del país, que ronda los 400.000. Desde el ‘llamado a las armas’ de 2019 a la fecha, el país ha registrado más de 441,3 mil armas, mientras que en los 21 años que van de 1997 a 2019 se habían registrado 120,4 mil. En un país desgarrado por la violencia (el año pasado hubo 47.503 asesinatos, con una media de 130 al día), las amenazas y el clima de odio fomentado por Bolsonaro y sus aliados han creado un contexto de creciente violencia política contra los partidarios de Lula (con varios asesinatos), con atentados contra líderes de izquierda y actos pro-Lula.

Esta “santa alianza” de la extrema derecha se inspira en sectores ultra-liberales, cuya principal figura es Paulo Guedes, uno de los fundadores del Millennium Institute  [2], un influyente “think tank” de la ortodoxia del mercado uber alles. Guedes es un auténtico representante de las tendencias más extremas, con un currículum que es todo un programa.  En 1974 se incorporó al Departamento de Economía de la Universidad de Chicago de Milton Friedman, propulsor estratégico del neoliberalismo a escala mundial. En los años ‘80, el entonces director de presupuesto de la dictadura de Pinochet, Jorge Selume, le invitó a Chile, principal laboratorio de aplicación de las políticas neoliberales. Fue llamado para verificar de cerca las políticas que los Chicago Boys, sus colegas universitarios, habían implementado en el país. En el gobierno de Bolsonaro, con las espaldas cubiertas por los poderes financieros internacionales de los que es expresión, Guedes ha sido una especie de superministro de Economía, aglutinando los ministerios de Hacienda, Planificación, Presupuesto y Gestión e Industria, Comercio Exterior y Servicios, hasta algunas áreas del Ministerio de Trabajo.

En línea con una tendencia internacional, Bolsonaro se configura como una síntesis del colapso de la derecha tradicional y el surgimiento de una ultraderecha fuertemente hostil al consenso democrático, con sectores tecnócratas neoliberales y Fuerzas Armadas en una posición de peso. En el caso brasileño, es un camino que viene desde las elecciones de 2018, con un fuerte vertido de votantes de los partidos tradicionales de derecha, hacia Bolsonaro: el PMDB perdió 31 escaños y el PSDB 18, mientras que Bolsonaro pasó de 2 escaños a 52.

Señales claras de que su posible derrota electoral, por significativa que sea, no será el fin del bolsonarismo. Baste decir que, a pesar del pesado balance de cuatro años, sigue teniendo un número considerable de votos, mantiene una base social movilizada con una buena capilaridad social, una fuerte cohesión ideológica y una voluntad de militancia: un núcleo duro que lleva consigo un sombrío espíritu de escisión. En los últimos meses, Bolsonaro ha intentado mantener la capacidad de movilización de sus bases y favorecer escenarios de violencia política (directa o indirectamente) para mantener su fuerza de iniciativa y seguir en el centro de la escena. Para ello, cuenta con una base leal en la muy disciplinada policía militar. Sin embargo, hay que tener en cuenta que en los últimos días de la campaña y tras el resultado de la primera vuelta, los spin-doctors debieron aconsejarle que moderara el tono de su lenguaje y el lobo se convirtió también en cordero.

El bolsonarismo forma parte del crecimiento de fuerzas de extrema derecha que han ganado amplios espacios a nivel mundial en la última década. En Estados Unidos, Trump conserva una enorme fuerza y liderazgo y está haciendo campaña con muchas posibilidades. En abril, en Francia, la ultraderecha liderada por Marine Le Pen llegó a la segunda vuelta presidencial. Junto con la Hungría de Orban y la Polonia de Morawiecki, en nuestro país los “Fratelli d’Italia”, liderados por Giorgia Meloni, lograron obtener una mayoría electoral, etc.

El avance de la ultraderecha es una consecuencia de la crisis capitalista global, con la aparición de una respuesta autoritaria y reaccionaria a un sistema político y económico en evidente decadencia. Un sistema que ha fracasado, pero cuyas recetas repiten obsesivamente, sin ni siquiera un poco de maquillaje. Ese bloque social y esas fuerzas políticas encuentran su camino allanado por la debilidad de la izquierda en ofrecer alternativas reales y radicales a los escombros del presente. En una situación de prolongada crisis que no solo está suponiendo una degradación de la calidad de vida y un retroceso en todo tipo de derechos sociales, cívicos y laborales, sino que está llenando de incertidumbres el futuro, generando una situación de inseguridad personal y colectiva que es el mejor caldo de cultivo para el avance del fascismo. En estos claroscuros, es difícil detener su avance sin una alternativa sistémica real, capaz de desafiar la hegemonía del fascismo en las capas populares de la sociedad.

La fórmula Lula-Alckim y su coalición

Con la votación, Lula volvió al centro de la política, después de pasar 580 días secuestrado en prisión por condenas que finalmente fueron anuladas por el Supremo Tribunal Federal en 2021. Desde 1985, año en que volvió la democracia a Brasil, el Partido de los Trabajadores (PT) ha disputado la presidencia en ocho ocasiones, ganando en cuatro de ellas, gracias además al apoyo de las otras principales fuerzas de izquierda. Y este año, por primera vez en las elecciones presidenciales, un aspirante derrota a un candidato en funciones.

La coalición que ha apoyado al ex presidente Lula (PT) es una de las más amplias desde el fin de la dictadura. Diez partidos forman parte de ella, entre ellos el Partido de los Trabajadores (PT),  el Partido Comunista de Brasil (PCdoB), el Partido Socialismo y Libertad (PSOL), el Partido Verde (PV) y otros. Junto con las fuerzas políticas, también hubo apoyo de los principales movimientos sociales, desde el Movimento Sem Terra (MST) hasta el Movimento dos Trabalhadores Sem-Teto (MTST), desde el Movimento de Trabalhadores por Direitos (MTD) hasta el Levante Popular da Juventude, así como de las principales centrales sindicales del país.

Como es sabido, la fórmula presidencial de Lula se complementa con Geraldo Alckmin, del Partido Socialista Brasileño (PSB), como candidato a vicepresidente. Alckmin, que ha puesto los pelos de punta a varios líderes de la izquierda, representa un bloque no despreciable para un posible gobierno, dadas sus conexiones políticas y empresariales. Se trata de un candidato que atrae a un electorado de centro-derecha, con el que el PT tiene poca relación.

Sin embargo, más allá de la arquitectura electoral, el verdadero punto son las respectivas alianzas y bases sociales. A diferencia de 2018, un sector no marginal de la burguesía brasileña ha apoyado la fórmula presidencial Lula-Alckim, con un cambio de estrategia de algunos grandes grupos económicos, los mismos que organizaron y financiaron el golpe de Estado de 2016. Gracias a ese golpe institucional, como moneda de cambio el gobierno Temer mejoró las condiciones para la acumulación de capital: en su corto mandato, Temer realizó una triple reforma estructural altamente regresiva (laboral, previsional y tributaria) y aprobó una ley que limita el gasto social del Estado por 20 años.

Una estrategia del capital y de la derecha que culminó con la puesta en la cárcel de Lula y que contó con el apoyo de Estados Unidos.

Sin embargo, el gobierno Bolsonaro no sólo no ha logrado superar la crisis, sino que incluso la empeoró. Durante su mandato, cerraron 28.000 empresas, se encareció el crédito para inversiones productivas, aumentó la inflación y aumentó la conflictividad social.

Sin duda, el momento más dramático fue el manejo de Bolsonaro de la pandemia de Covid-19, con una gestión que resultó en casi 700.000 muertes. Durante meses vimos las dolorosas imágenes de miles de cuerpos sin vida. Para el capital, esa mala imagen socavó gravemente la credibilidad del país, y dificultó los negocios en el extranjero. Viceversa, con Lula Brasil se había situado entre los países más influyentes del mundo y, al final de su mandato, el ex obrero metalúrgico tenía una aprobación del 83%. Esa imagen pronto se desdibujó y Brasil volvió a ser un actor secundario, visto con mucha desconfianza a nivel internacional.

Un panorama que incomodó tanto a las capas medias, como a la burguesía brasileña y, poco a poco, la base de apoyo del gobierno de Bolsonaro se redujo.

El viento cambió tras el fracaso de la llamada ‘tercera vía’, es decir una candidatura que no era ni Bolsonaro, ni Lula: los empresarios tocaron a la puerta del expresidente y el nombramiento de Geraldo Alckmin funcionó como garantía para ellos. Así, Lula cerró la campaña con una cena a la que asistieron un centenar de los empresarios más poderosos del país. La lista liderada por el PT se constituyó como un amplio “frente democrático”, pero tuvo que incorporar contradicciones que, en caso de victoria de Lula, presentarán la factura, más temprano que tarde.

Llueve sobre mojado…

La situación económica y social ha sido uno de los principales temas de la campaña y una de las preocupaciones claves de los electores, en un país al borde de una recesión con preocupantes índices socio-económicos.

Aunque la inflación se ha ralentizado en las últimas semanas, sigue siendo elevada y afecta especialmente a los sectores más empobrecidos. Después de que la tasa de inflación alcanzara el 12% (la peor desde 1994), ahora está en el 7,96%, y en los últimos meses el gobierno ha mantenido una dura política monetaria para intentar frenar el aumento de los precios.

Desde el “fin” de la pandemia, el gobierno Bolsonaro ha subido doce veces consecutivas las tasas de interés, hasta llegar al 13,75%, en uno de los ciclos de política monetaria más agresivos del mundo. En junio, también redujo los impuestos sobre la electricidad, el combustible, las comunicaciones y el transporte público para abaratar el coste de estos bienes, anclándolos como amortiguadores de toda la economía.

Sin embargo, los resultados han sido limitados. Si bien es cierto que las medidas económicas han permitido reducir la inflación, ésta sigue siendo elevada y su control implica un coste fiscal muy alto. Así, el aumento de la tasa de interés ha resultado en una brutal transferencia de ingresos al sector financiero, naturalmente convertido en uno de los más rentables. Debido al shock ortodoxo, las proyecciones de crecimiento para este año son de un escaso 1%, uno de los peores resultados de la región. Paralelamente, la reducción de impuestos ha hecho que el Estado pierda una de sus fuentes de ingresos, aumentando el déficit fiscal primario.

Como siempre, las medidas tienen una incidencia directa en la vida cotidiana de los sectores populares. En junio de este año, la Red Brasileña de Investigación sobre la Soberanía y la Seguridad Alimentaria (Penssan) [3] publicó un informe en el que destaca que unos 125 millones de personas sufren inseguridad alimentaria. Dicho de otro modo, el 60% de la población tiene dificultades para reunir el almuerzo y la cena, mientras que 33 millones de personas pasan hambre a diario: un descenso sólo comparable a la crisis que azotó al país en 1993.

Esto explica la razón de uno de los ejes de la campaña electoral de Lula, acabar con el hambre (“Los que tienen hambre no pueden esperar”), reivindicando las políticas de sus gobiernos que habían sacado a Brasil del mapa del hambre de la ONU.

Hacia la segunda vuelta

Para la segunda vuelta, siempre es bueno mantener cautela, incluso con respecto a las encuestas. No sólo porque festejar antes de haber ganado es un mal consejo, sino también porque algunas variables pueden tener un efecto distorsionador en las encuestas. Lo que podría dificultar la construcción de muestras representativas, como ha declarado recientemente Steve Bannon [4], ideólogo de la nueva derecha radical populista y estratega del ex presidente estadounidense Donald Trump, así como de la campaña electoral de Bolsonaro.

La posibilidad de avance y consolidación de un nuevo ciclo de gobiernos “progresistas” estará fuertemente ligada a la capacidad de los sectores populares de reconstruir una nueva ola de movilizaciones de masas. Para ello, la derrota electoral del bolsonarismo juega un papel muy importante y puede abrir la posibilidad de mejorar las condiciones de vida. Pero será la capacidad de las fuerzas de izquierda y de los movimientos populares la que construya un horizonte de posibilidades con el que volver a soñar con los ojos abiertos.

No hay duda que el pueblo brasileño es el único que puede elegir a su próximo presidente. Pero de aquí al balotaje del 30 de octubre, todo el mundo debe estar alerta frente a las amenazas que Bolsonaro plantea a la democracia brasileña, al uso de la violencia política y de las fake news para influir en los resultados electorales, y a cualquier intento de impedir el traspaso pacífico del gobierno en caso de victoria de Lula.

 

[1] https://www.gov.br/inpe/pt-br

[2] https://www.institutomillenium.org.br/

[3] https://pesquisassan.net.br/

[4] https://www.bbc.com/portuguese/brasil-62944023