Marco Consolo –
Si esto no fuera más que serio y no implicara el destino de millones de personas, sería una broma (de mal gusto). Las elecciones del pasado 4 de febrero (presidenciales y para la renovación del parlamento) en El Salvador fueron a la vez una farsa y una tragedia. Farsa por la forma en que se desarrollaron, tragedia por una población cada vez más agotada por el desgobierno de un presidente convencido de ser “el dictador más cool del mundo” (Nayib Bukele dixit). Pero es necesario dar un paso atrás en el pasado para comprender el presente.
Un paso atrás
Como se recordará, en los años setenta el “patio trasero” de Estados Unidos estaba en ebullición. En Centroamérica había movimientos armados en Nicaragua, Guatemala, El Salvador y, en menor medida, en Honduras. En 1979 ganaron los sandinistas en Nicaragua y esa victoria fue la confirmación para los demás movimientos guerrilleros de que la lucha armada era el único camino hacia la liberación.
Tras otro golpe de Estado cívico-militar en 1979, inició un conflicto armado a gran escala (1979 – 1992) en el “pulgarcito de América” (como lo había llamado el poeta salvadoreño Roque Dalton). En realidad, la crisis política y social había comenzado durante la década de los ‘70, debido a las desastrosas condiciones sociales, la brutal represión gubernamental y el cierre de todo espacio legal para la oposición. El conflicto armado se libró entre las Fuerzas Armadas (financiadas, entrenadas y armadas por EEUU) y las fuerzas guerrilleras del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). El conflicto tuvo un trágico balance estimado en más de 70.000 muertos y 15.000 desaparecidos, y finalizó con la firma de los “Acuerdos de Paz de Chapultepec” de 1992, que permitieron la desmovilización de las fuerzas guerrilleras y su incorporación a la vida política del país.
Desde entonces, el país ha sido gobernado por la derecha, con una parentesis de dos mandatos consecutivos del FMLN. Durante uno de los gobiernos derechistas de Arena, en 2001 el país adoptó el dólar como moneda oficial, renunciando así a una política monetaria o cambiaria independiente y atándose de pies y manos a Washington.
La victoria de Bukele en 2019
Al final del segundo mandato del FMLN, Bukele ganó las elecciones con un partido “prestado” y asumió el cargo en junio de 2019.
Hijo de un empresario de origen palestino, Bukele fue anteriormente cercano al FMLN, gracias al cual llegó a ser alcalde de la capital, San Salvador. Posteriormente rompió con el Farabundo Martí y, tras llegar al Gobierno, creó su propio partido, “Nuevas Ideas”.
En su mandato, Bukele ha gobernado bajo la bandera de la “mano dura contra la delincuencia” con la que ha recompuesto a las derechas. Una política fuertemente criticada por las organizaciones de derechos humanos, tanto por el elevado número de nuevos presos (oficialmente unos 71.000 sobre una población de unos 6.500.000 habitantes) y las condiciones carcelarias, como por la represión de la prensa y las protestas de todo aquel que piense diferente. En este último aspecto, hay varios dirigentes del FMLN en prisión o forzados al exilio, en base a acusaciones sin ninguna base legal de parte de un poder judicial complaciente. Además de ellos/as, hay decenas de inocentes en prisión, detenidos como supuestos “pandilleros” sin ninguna comprobación y engullidos por el sistema penitenciario.
En los últimos años, el “método Bukele” se ha convertido en la referencia de las derechas latinoamericanas (y de otros países), en una región duramente golpeada por el auge del crimen organizado y del narcotráfico.
Además de la dolarización del pasado, en septiembre de 2021 El Salvador se convirtió en el primer país del mundo en adoptar la criptodivisa Bitcoin como moneda oficial junto al dólar, gracias a una ley aprobada en cuestión de horas.
Cómo ganar elecciones (no sólo con fraude)
En los últimos años, como buen comunicador y usuario sin escrúpulos de las “redes sociales”, Bukele ha aumentado su consenso con el apoyo de poderosos empresarios y delincuentes, con los que ha impuesto un giro derechista y autoritario al país.
En esta ronda electoral, Bukele quería ganar “pulverizando a la oposición”. Y así empezaron las maniobras para convertir las elecciones en una trágica farsa, que a muchos recordó los años de dictadura anteriores a la guerra civil. Pero vamos con orden.
En 2021, el parlamento controlado por Bukele destituyó a los anteriores magistrados de la “Sala de lo Constitucional” y nombró a personas cercanas a él. La nueva composición de la “Sala de lo Constitucional” le permitió candidatearse de nuevo gracias a una escandalosa sentencia ad hoc, en abierta violación de la Constitución vigente, que prohíbe explícitamente la reelección presidencial consecutiva.
La segunda movida fue cambiar la ley electoral, redibujando y disminuyendo el número de circunscripciones electorales y municipios (de 262 a 44), trasladando el voto exterior a la circunscripción de la capital, cambiando la fórmula de asignación de escaños del tradicional sistema Hare al nuevo sistema D’Hondt, reduciendo drásticamente el número de diputados (de 84 a 60) y el pluralismo de los partidos políticos. Además de cambiar la ley, el gobierno también modificó su reglamento, limitando la presencia de la oposición en los órganos de control de la votación y recuento en el país y suprimiéndola totalmente en el extranjero, donde votan miles de emigrantes. En el extranjero, las embajadas y consulados hicieron campaña descaradamente a favor de Bukele y se votó sin censo electoral alguno.
Las elecciones se celebraron bajo un “estado de excepción” (en vigor desde marzo de 2022), con graves restricciones a la campaña electoral de la oposición, que ya sufría encarcelamientos y persecuciones judiciales. Un “estado de excepción” que ha servido para violar los derechos civiles y políticos de los ciudadanos (con acusaciones generalizadas de pertener a bandas criminales) y utilizado para extender una campaña de amenazas y terror en base a la cual si la poblaciòn no hubiera votado por Bukele y por una asamblea totalmente dominada por Nuevas Ideas, los pandilleros iban a volver a las calles para matar a mansalva. Una política de “seguridad” basada en una combinación de fuerte represión de la micro-delincuencia y acuerdos con las bandas criminales, “las maras”. Acuerdos en virtud de los cuales muchos de sus líderes salieron del país con enormes indemnizaciones, mientras otros controlaban sectores del Estado y de la economía directamente desde “elegantes salones”.
En otras palabras, era clara la voluntad de Bukele y su partido de no perder ningún espacio institucional.
Los títeres del Tribunal Supremo Electoral
El Tribunal Supremo Electoral (TSE), controlado por el gobierno, fue uno de los principales instrumentos utilizados en la farsa electoral, la gota que colmó el vaso.
Desde su apertura, el partido gobernante se ha hecho con el control de las mesas electorales, pasándo por encima del propio TSE. Este último hizo la vista gorda ante el hecho de que muchos miembros de las mesas electorales designados por sorteo por el tribunal no pudieron instalarse y fueron mágicamente sustituidos in situ por miembros de Nuevas Ideas a los que el TSE entregò más credenciales de lo debido. En el momento del recuento, el sistema informático (en manos de un antiguo empleado presidencial de Bukele) se bloqueó inmediatamente después de la transmisión parcial de los datos de las elecciones presidenciales, cuando se estaban contando los votos para el Parlamento. Un guión ya visto en varios países, pero eficaz una vez más. En esas horas, el propio TSE rechazó las demandas de la oposición para que se realizara un peritaje del sistema informático y se auditaran los resultados.
En medio del caos general y la incertidumbre, la directiva del TSE fue contar los votos a mano y transmitirlos de alguna manera. Y en el escrutinio final ordenò recontar los votos del 20% de las urnas de las presidenciales y de todas las urnas de las llegislativas.
Mientras tanto Bukele, sin esperar el pronunciamiento oficial del TSE sobre los resultados parciales (y sin respetar el silencio electoral), se auto-proclamó vencedor con un 85%, dando incluso los números de la composición del parlamento y autoasignando 58 de los 60 escaños a su partido.
En el escrutinio se escenificó la farsa final: presencia masiva e intimidatoria de personas no autorizadas del partido gobernante, intimidación policial a los escrutadores de otros partidos que plantearon objeciones sobre la validez de los votos, papeletas nuevas y sin doblar, muchas marcadas con rotulador (prohibido) a favor de Nuevas Ideas, y un largo etcétera de irregularidades, incluyendo embajadores en el extranjero “ayudando” a los votantes.
Un retroceso en materia democrática que recuerda los oscuros tiempos de la dictadura.
Los números del gobierno
Con un 48 % de abstención y con estos métodos, no es de extrañar que el “resultado” electoral haya garantizado así al Gobierno una mayoría más que cualificada en el Parlamento, con la friolera de 57 diputados (54 de Nuevas Ideas y 3 de partidos aliados) y con sólo tres diputados de partidos de la oposición. Estos números permitirán a Bukele aprobar leyes sin consultar a los demás grupos parlamentarios (reducidos a nada), así como autorizar préstamos, aprobar cambios en la Constitución y elegir a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia (CSJ), al Fiscal General, al Defensor de los Derechos Humanos, a los miembros del Tribunal de Cuentas, al Fiscal General y a los miembros del Consejo Nacional de la Judicatura (CNJ).
Por primera vez desde la firma de los acuerdos de paz, la izquierda no tendrá diputados. De hecho, gracias a la nueva ley electoral y a pesar de haber obtenido más votos que en 2021, el FMLN, que gobernaba el país hace cinco años, se queda sin representación legislativa.
Las denuncias
Es importante señalar que las decenas de denuncias de fraude a favor del gobierno, tanto en el país como en el exterior, han sido realizadas por diversos sectores de la oposición, no sólo por el FMLN.
La propia misión electoral de la Organización de Estados Americanos (OEA) expresó su preocupación por el “retraso y falta de uniformidad” en el escrutinio de las elecciones y señaló una “falta de control” del Tribunal Electoral sobre el desarrollo de los comicios.
La descarada violación de la Constitución y las acusaciones de fraude arrojan un manto de ilegitimidad tanto sobre el presidente como sobre el nuevo parlamento. Por su parte, los partidos de la oposición han pedido que se vuelvan a celebrar elecciones, pero es fácil predecir que esto no sucederá.
Inmediatamente después, Bukele voló a Maryland, Estados Unidos, ante una audiencia de la ultraderecha mundial, en la que estuvieron presentes, entre otros, Donald Trump, Jair Bolsonaro, Javier Milei, el español Santiago Abascal (Vox) y Giorgia Meloni. El “dictador más cool del mundo” afirmó cínicamente que “El Salvador tuvo elecciones libres y justas” y que “el sistema judicial no se utiliza para perseguir a los opositores políticos” (sic).
Mientras tanto, la población sufre un continuo deterioro de las condiciones de vida y de trabajo y se ve obligada a emigrar cada vez más. A esto se añaden las severas restricciones a las protestas y a la participación democrática debido al “estado de excepción” para “hacer frente a la amenaza de la delincuencia”. Según esta concepción instrumental, la protesta popular no puede “distraer” la atención de la “guerra contra la delincuencia”, no es el momento de preocuparse por los salarios o las condiciones de vida y de trabajo.
El próximo 3 de marzo habrá elecciones municipales y de diputados al Parlamento Centroamericano. La farsa electoral de Bukele se prepara para su segundo acto, mientras las organizaciones populares intentan reorganizarse.